“Hay hombres que mueren de pie, con el deber en la mirada y el sacrificio en el corazón. Y aunque caigan, su historia sigue patrullando la memoria de quienes los amaron.»
Nadie está realmente preparado para el sonido de una corneta que anuncia el adiós.
En las escuelas de formación, ese eco parece perforar la piel. Vibra en el pecho como una llamada a la memoria. Es el himno del deber cumplido, el lamento final de una patria que despide a uno de sus centinelas. Bajo el sol o bajo la lluvia, una bandera se pliega lentamente, como si no quisiera abandonar el cuerpo que cubre. Porque allí yace más que un policía: yace una promesa, una vida ofrecida sin condiciones.
Ese cuerpo inmóvil, cubierto por el tricolor, no está solo. Lo acompañan silencios que gritan. Lágrimas de compañeros que entienden lo que significa no volver. Manos firmes que saludan por última vez. Y en el fondo, un país que a veces parece olvidar, pero que hoy no puede hacer otra cosa más que recordar.
No murió en una batalla internacional ni bajo una bandera ajena. Cayó en esta guerra silenciosa que nos desangra por dentro. En una calle cualquiera. En una vereda invisible para muchos. En medio de una operación que no salió en los noticieros. Su enemigo no tenía uniforme. Y su crimen fue tener el valor de enfrentar el caos.
¿Quién le devuelve la voz a su madre? ¿Quién llena el vacío de su hijo? ¿Quién le explica a un niño por qué su papá no volverá a casa si lo último que dijo fue “nos vemos más tarde”? Son preguntas sin respuesta, y aun así, el país sigue adelante, gracias precisamente a hombres como él.
Porque ese patrullero no era un mártir anónimo. Era un ser humano con sueños, con defectos, con amor por su uniforme. Quizá era de los que se reía fuerte en los descansos. De los que compraban un jugo al vendedor ambulante o de los que aún saludaban con “buenos días” al entrar a una tienda. Y un día, sin buscarlo, se convirtió en leyenda.
Allá arriba, dicen algunos, hay un cuartel celestial. Uno donde no se oyen disparos, donde las órdenes son de justicia y no de guerra. Allí, los héroes no descansan: vigilan. Custodian el alma herida de Colombia desde la eternidad. Son parte del firmamento. Son estrellas con botas.
Hoy, el país se detiene. Aunque sea por un minuto. Aunque sea con un nudo en la garganta. Porque este héroe no será una estadística más. No será olvido. Su nombre será sembrado en la historia. Y su ejemplo, en quienes siguen con la camisa empapada de sol y sudor, cumpliendo ese mismo juramento que dice: Dios y Patria.
Que nunca nos falten policías valientes.
Que nunca les falte un país que los recuerde.
Discussion about this post